—¿Las cosas están mal? No tienes que decirme que las cosas están mal, es una distopía. Hace tiempo que dejamos atrás la depresión —el hombre encendió un cigarrillo con un mechero bañado en oro—. Tenemos la tecnología, las comunicaciones y la corrupción necesaria, así que déjate de que las cosas están mal —expulsó el humo por la nariz—. La moneda se ha devaluado tanto que trabajar está peor pagado que ser un esclavo con derecho a comida y techo. ¿Acaso importa?
—Creo que sí… —se atrevió a responder el más joven.
—No, ya no importa. Lo único que puedes hacer a día de hoy es salvar tu alma. No hay lugar para los héroes, así que deja tranquilo a ese proxeneta; les da un trato más humano y digno del que reciben la mayoría de chicas —se quedó mirando la placa del hombre y la señaló con los dedos que sostenían el cigarrillo—. Cuando tenía tu edad la mayoría la respetaban, el resto lo hacía el arma, pero nos respetaban. Ahora somos poco mejores que las mafias, ya no queda decencia…
—Yo creo que sí —volvió a repetir el joven.
—Es cierto, aunque no mucha, y cuando trata de actuar tengo que detenerla… —clavó la vista en el cenicero lleno de colillas—. No quiero que machaquen a los buenos agentes, quiero que puedan lograr pequeñas victorias, todas las posibles y que lleguen a viejos. Que puedan inspirar a las siguientes generaciones.
—¿Qué es lo que quieres que haga, jefe? —un deje de cansancio tiñó su voz.
—Déjalo tranquilo, pero pídele un soplo sobre quién está moviendo mierda por su zona. Te lo dará encantado si puede tener la fiesta en paz.
El joven cerró tras de sí la puerta del despacho y caminó hasta la mesa de su compañera Shiva. Shiva era uno de los muchos seudónimos a los que, por motivos de seguridad, los agentes respondían. Se lo había ganado por su gusto para vestir de azul más allá del uniforme. Mujer afín a las computadoras, rechazó en varias ocasiones ofertas de la unidad de delitos informáticos, pues quería un trabajo que implicase moverse y no pasar demasiadas horas tras una mesa. El joven, por su parte, era una rareza genética; pelirrojo con rasgos asiáticos, sus ojos cybernéticos de un azul voltaico le valieron el apodo completo: Edrik Electric Eyes. Acababa de entrar en la treintena y las horas en el gimnasio estaban bien aprovechadas; era rápido, fuerte y disciplinado, aunque según sus compañeros demasiado idealista.
—¿Cómo ha ido? —preguntó Shiva mirándolo, sin dejar de teclear en su ordenador.
—Que le saquemos información, pero nada más.
—Era predecible…
—¿Nos tomamos la tarde libre y lo visitamos esta noche? —dijo Edrik con aire distraído.
—Pásate por mi casa, cenamos y le apretamos las tuercas.
—Genial, así me presentas a tu familia.
Ella no respondió.
La cena fue rápida y anodina. Veinte minutos después la pareja de agentes se paraba frente a los neones rojos de un burdel, cuya puerta desvencijada y roída por el oxido había sido cubierta con propaganda, ya desfasada. Entraron tras cruzar una mirada. El interior, a diferencia de la fachada, era acogedor y estaba iluminado por una luz tenue. Sin prestar mucha atención a los clientes, cruzaron el austero local y se acercaron a los ascensores que llevaban a las habitaciones, donde un hombre controlaba que ninguna de sus chicas encendiese la luz de alarma.
—¿Cómo les va a mis agentes preferidos? —dijo con sonrisa ensayada.
—Pues buscando a alguien a quien detener. —Edrik arqueó una ceja.
—Aquí el único crimen es cómo sirvo la cerveza, por eso tengo camareros —sus arrugas de cincuenta años se mostraban risueñas.
—¿Sugieres que eres un tipo honrado? —intervino Shiva.
—El que más de este barrio —su fingimiento era impenetrable.
—Entonces no tendrás problemas en acompañarnos a comisaría para charlar, ¿no? —dijo Edrik.
—La gente honrada denuncia a los criminales; a los narcos, por ejemplo —puntualizó Shiva.
—Aquí no hay de eso, los camellos tienen la entrada prohibida, no como en el “Toxic”, ese sitio cruzado el canal. El nombre no le viene del agua verde, que digamos.
—A mi me sirve, Edrik. —respondió Shiva.
—Servirá.
—Vengan siempre que quieran, agentes.
Volvieron a las calles, estrechas como desfiladeros que culebrean entre bloques de hormigón, donde la suciedad, humedad y podredumbre se acumulaban en las paredes y en la gente. Los edificios, destartalados, se alzaban como colosos dejando ver una franja del cielo nocturno, que la contaminación había cubierto de grises nubes y cuyas estrellas habían sido cegadas por la luz artificial. Finalmente, las puertas del “Toxic” y sus aguas verdes se presentaron ante ellos. Hicieron rechinar las puertas mal engrasadas.
Continua en Cigarrillos, coca y cartuchos II
Relato por @altheniar.
Como mola esa réplica de la antigua ciudad amurallada de Kowloon. Con el relato y este decorado, bien podría tratarse de una peli o alguna mini-serie de acción policiaca.
Javier, en efecto, el lugar está increiblemente recreado. Tiene los detalles tan bien hechos que daría asquito vivir ahí xDD